La noche que vi a Dios

La semifinal de vuelta del Reducido ante el Lobo platense -en 1982- encontró a nuestro amigo Charly Vázquez envuelto en una linda aventura para poder presenciar aquél partido. ¡Es una historia tremenda y para gente de fe! Te la cuenta él mismo, desde la tribuna…
Tenía 14 años en aquél diciembre de 1982 cuando Temperley se disponía a jugar la semifinal de vuelta por el segundo ascenso a Primera División. ¡En ese octogonal tremendo, nos tocaba ir a cancha del Pincha para enfrentar a Gimnasia y Esgrima de La Plata! No me lo quería perder por nada del mundo, pero había un problema… mi vieja Melita no aceptaba que mi hermano Juan (de 15) y yo fuéramos a la cancha si no nos acompañaba nuestro primo mayor: el portugués Richard.
¡La hora de ir a la cancha se acercaba y mi primo seguía trabajando! Pero a las 4 de la tarde llegó el llamado salvador. “¿Vamo’ a la cancha, no?”, preguntó. Nadie dudó y arrancamos desde La Perla, nuestro barrio, con mi hermano, el zurdo Segovia y portugués a buscar las entradas a nuestro querido Club Atlético Temperley.
Al cruzar el bajo nivel nos sorprendió una marea de hinchas celestes al grito de “¡nos cagaron viejo, no hay más entradas!”. ¿Y ahora qué hacemos? Todos nos miramos. Y ahí yo exclamé: “Vamo’ igual”. Propuse ir en tren, pero el portugués nos pidió ir en La Costera para evitar cruzarnos con los hinchas del Lobo. Entonces, luego de una parada obligada con sándwiches y birras en el Bar Benito, tomamos el bondi -cerca de las seis de la tarde- en Pasco y Brown para arribar a La Plata casi a las ocho de la noche.
La Costera iba repleta de hinchas celestes. Al llegar, bajamos y caminando esas cuadras que nos separaban de la cancha, nos enteramos de incidentes de nuestros hinchas con la policía en la estación de La Plata y que continuó en las puertas del estadio. El clima estaba enardecido, espeso. Lo peor: llegando a las boleterías, la gente del Lobo rompiendo todo porque no había más entradas. ¡Ya desde afuera la cancha se veía repleta! “¿Y ahora qué hacemos? ¿Por qué no vamos a la sede de Estudiantes a escuchar el partido?”, preguntó el portugués. Y yo –que no me resignaba- le dije: “Pará, tiene que haber alguna manera de entrar…”
Mientras la montada se ubicaba para empezar a reprimir, escuché una vos detrás de mí que me dijo: “¡Che vos, flaco!”. Yo pensé: “Descubrieron que somos de Temperley, nos cagan a trompadas”. Me di vuelta esperando lo peor y ahí vi a un hincha del Lobo que parecía Jesucristo: barba tupida y pelo largo bien negro: gorro, camiseta y pantalón de Gimnasia…

“¿Querés entradas?”, me dijo. Y le dije: «¡Pero somos 4!». Tenía justo esa cantidad y nos la vendió al precio oficial, de no creer. “Es que me llamaron, me dijeron que mi vieja está enferma y tengo que irme para casa”, me confesó. Ahora que lo pienso una locura: era 1982, no había celulares, ¿desde donde lo llamaron? O es que vi a Dios nomás y no me di cuenta…
Las manos fueron rápido a los bolsillos, le pagamos y tuvimos nuestras ansiadas entradas. “¡Zafamos!”, exclamé. Llegando a 57 y 1, vi en la parrilla de la entrada al inefable Tano Romano tomándose una gaseosa (si, esa que tiene puro hielo) y le dije a los demás: “¡Es acá!”, y entramos esquivando piñas y piedrazos porque estaba todo copado por ellos.
Nos ganaron 1-0 en los noventa pero los sacamos en los penales. Toledo mandó su tiro a las nubes y nos clasificamos para jugar la tan recordada final. Fue una noche redonda, esa en la que vi a Dios y nos consiguió las entradas.

Historia de Charly Vázquez
Edición: Pepe Tricanico
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